domingo, 28 de octubre de 2007

Hatillo´s Taxi Driver


Sobre las carreteras de Costa Rica circulan muchos, pero muchos vehículos. La razón es simple: casi todos los ticos pueden hacerse de un carrito, no importa si es una cafetera con ruedas que se está desarmando o uno más moderno adquirido por un préstamo. Aquí lo importante es vivir la sensación de manejar aunque a veces no se tenga ni siquiera que comer. Miles de autos deambulan en las "horas pico" y saturan una capital que está a punto de estallar de tanta gente al volante. En este oceano de motores destaca la "marea roja" de los taxistas.

Pero ellos no están solos en el negocio. Los acompañan los "taxis piratas", aquellos que están al margen de la ley, pero que se vuelven indispensables en algunos barrios capitalinos, especialmente cuando en la mañana no pasan los buses o cuando los mencionados taxis rojos van ocupados. Por ejemplo, en Hatillo, los taxis "no oficiales" se vuelven básicos para la supervivencia.

Así precisamente le pasó a Darío Salas, un naciente piloto ilegal que decidió vivir temporalmente en este mundo, todo para obtener una fuente nada despreciable de recursos, especialmente luego de dos años de no encontrar trabajo en ningún sitio como Administrador de Empresas, su verdadera profesión. Por este motivo, Darío decidió administrar su propia empresa y hasta se dispuso a manejarla, pero todos los días de 6 de la mañana, hasta que se hiciera de noche. Una vez que cumplió 28 años y luego de hartarse del desempleo, acudió a sus ahorros de toda la vida para comprarse un Toyota Tercel del año 1994. El empresario decidió ser diferente a sus colegas piratas. Él quería tener un estilo propio.

Una vez comprado el carro, lo revisó, decoró, chaneó, le puso al día todo y se prometió tenerlo limpio siempre, pues sabía que a los clientes se les tienta por los ojos para que se suban con confianza. También vestiría elegante y andaría peinadito con buen gel todos los días. Además, colocó basureros en los respaldares de los asientos, compró un tele portátil, un radio de comunicación para estar al tanto de lo que pasaba con su colegas de la competencia y se prohibió a si mismo colgar del espejo un disco compacto. Todo como parte del concepto de servicio al cliente.

Darío salía a la calle con mucho menudo en monedas para los vueltos sencillo y, siempre andaba cambio aunque le pagaran con un billete de diez mil. Pero a pesar de pensar intensamente en el confort de los clientes, si le daba cólera cuando al cobrar las "cuatro tejas y media" del servicio, le pagaran con un billete grande como "un tucán" o "un puma". Una de las metas personales era convertirse en el mejor Hatillo´s Taxi Driver de la historia y acudía a diario a sus dones: la capacidad de expresión al hablar y su carisma innato.

Una mañana de martes, con el carro más reluciente que nunca, "el pirata" se tiró a la calle para subir clientes. Sin duda, una de las mejores horas para brindar el servicio es entre las seis y las ocho de la mañana, cuando muchos de los hatillenses salen como despavoridos para sus trabajos y buscan algún medio de transporte para lograrlo. La estretegia estaba clara: aquella soleada mañana de marzo se estacionaría frente a la cancha de baloncesto de Hatillo 5, un sitio estratégico para esperar. No pasó mucho tiempo cuando se subió la primera de las clientes.

-"Doña Vera, ¿Cómo me le va?". "Bien y usted mijito", contestó la señora. Ella era una ama de casa, madre ejemplar del barrio, quién junto a su esposo habían salido avante de la dura prueba de la crianza de tres guilas.

Ella estaba sorprendida de ver al joven Darío "pirateando". - "Y eso, usted también metido en esto de los taxis colectivos... Bueno diay que Dios me lo proteja en la calle. No se ponga a mentarle la madre a ninguno de los taxistas, vea que muchos de ellos ya son unos grandes hijueputas, aunque uno no se los diga a veces", le aconsejó la señora de casi cinco décadas, dueña de un hermoso rostro y una excelente condición física.

El chofer dibujó una sonrisa y arrancó el carro. Ya era el momento de realizar de nuevo la misma ruta que lo movilizaría del quinto de los Hatillos hasta la esquina de La Prensa Libre, en San José, el lugar dónde se bajan siempre los clientes. Doña Vera sería la copiloto de la ocasión y se mostraba más atarantada de lo normal, porque su esposo padecía una bronquitis, pasó tociendo toda la noche anterior y ella quería buscarle un remedio natural. Vera no soportaba los servicios de la Caja y no creía en la medicina compuesta de pastillas y químicos.

-"Póngale muchacho, maneje más rápido... No ve que me urge llegar al Mercado Central para buscar un remedio. Tuve que dejar a dos de los chiquillos en la escuela y mi esposo se quedó cuidando al más pequeñito."

Mientras encendía el radio y sintonizaban alguna de sus emisoras tropicales, Darío le explicó que lo primero es llenar el carro y luego le mostraría todos sus dotes de conductor temerario. Ella aprovechó la respuesta para sacar de la cartera una moneda de quinientos, le pagó y le dijo que lo dejara así, porque le caía bien y era un buen muchacho.

Ubicados en los semáforos de Hatillo Seis, (los que están sobre la pista), el piloto y su acompañante esperaban que se llenara el taxi rapidito. En la radio sonaba "Y hubo alguien" de Mark Anthony, como una premonición de lo que vendría. Darío no pudo disimular su asombro al
ver la despampanante mujer que estaba en la parada de autobuses, acompañada por un estudiante del Liceo de Costa Rica. El chofer se aproximó, tocó el pito y alzó su mano izquierda por fuera de su ventana, un ritual que indicaba que en el taxi aún quedaba campo.

El primero en entrar fue Jorge, un muchachillo de noveno del Liceo, que andaba las faldas por fuera y hacía ver su uniforme gris más gris de lo normal por lo desacomodado que lo andaba. Aunque se creía un galán, no lo demostró pues se le atravesó a la bella Xiomara y le impidió el paso. Ella se molestó por la falta de caballerosidad y estuvo a punto de no montarse. El joven no entendía nada, pues se encontraba consumido en la música rock que emanaba de su iPod.

Luego de que Darío la convenciera, la joven finalmente aceptó. Ella llamaba la atención porque vestía un lindo uniforme de empresa que en ella como perchero, se veía aún mejor, pues la belleza de su anatomía era innegable. Se le sumaba una blusa que dejaba ver un poquito de sus encantos y una enagua más corta de lo permitido para una oficinista. Dicho con claridad, Xiomara Cubero tenía la ropa menos adecuada para transportarse en un taxi colectivo sumado a la incomodidad de sentarse en el medio del asiento de atrás.

Un tanto molesta dijo: "Ojalá nos vayamos así... no me gusta ir apretujada en el centro". - "No se preocupe mi amor" respondió Darío, quién a partir de ese momento no pudo dejar de mirarla disimuladamente a través del espejo. Ella también iba tarde a sus labores, al igual que el liceísta y Doña Vera.

-"Tome muchacho, páguese de una vez". Gracias princesa y disculpe el atrevimiento... ¿Verdad que yo la conozco? Ambos se vieron a los ojos y ella identificó la mirada pícara de aquel compañero del cole al que por más que le rogó, nunca le dio pelota. -"Claro, Darío... tanto tiempo, que gusto ver a alguien conocido manejando estos taxis, vieras como cuesta, todos son unos viejos verdes que le pasan viendo las piernas y otras cosas a uno. Me alegra verlo, que dicha, en serio, ojalá lo vea más a menudo para irme con usted. ¿ Hace cuanto empezó ?

Él le explicó que desde hace algunas semanas y por dentro el corazón se le llenó de esperanza, ya que cuando eran compañeros del Liceo Roberto Brenes Mesén, ni siquiera lo llamaba por su nombre, y ahora la vida le daba la oportunidad de ver a esa preciosura todas las mañanas. El momento de romántica ilusión fue interrumpido por Doña Vera que les dijo: "Qué dicha que se conocen, pero todos vamos tarde, así que arranque y vámonos, para ver si encuentra al último de este viaje".

Jorge estaba sumido en su mundo. En su banda sonora personal sonaba Ana Molly de Incubus, cancion que contrastaba con el sonido salsero de El amor más bonito de Tito Nieves. El estudiante de noveno había decidio llegar temprano por primera vez en su vida. El esfuerzo lo valía, había quedado de acuerdo con uno de sus compañeros de clase para intercambiar la música en mp3 de sus respectivos reproductores. A sus quince años y gracias a su buena apariencia había logrado popularidad entre sus compañeros, porque en todo lado ligaba. Inclusive se rumoraba en el cole que tenía "amigas con derechos" en colegios de chicas como el Seño, en el Nuestra y por su casa en Hatillo.

No podía concentrarse en su música, menos en el viaje, porque gracias a su metro ochenta de altura que competía con el metro sesenta y siete de Xiomara; sus ojos le quedaban en una ventajosa visión periférica. Y al quinceañero no le quedaba más remedio que de vez en cuando verla de reojo. Ella lo notó, pero no le dió importancia, pues pensaba que el taxista y excompañero se había puesto atractivo, doce años despúes de su paso por el colegio.

Todo pintaba bien para el conductor. Pero cuando se maneja un taxi colectivo cualquier cosa puede pasar. Por el radio (similar a los que usan los efectivos de seguridad) indicaban que al final de Barrio Cuba estaban varias gruás y oficiales de tránsito, levantando placas y haciendo partes en contra de otros colegas. La advertencia estaba clara, había que cambiar la ruta de acceso a San José y llevar a buen destino a sus tres clientes.

Luego del susto, llegó el cuarto de los pasajeros de este viaje de gente desconocida que se unían casualmente por la necesidad común de un transporte matutino y para cumplir irremediablemenre con su vida cotidiana. Todos saben que el viajar en estos taxis es un riesgo, no existe seguro alguno y en caso de accidente, nadie se hace responsable de la vida de ninguno.
A pesar de esto, muchos corren el riesgo a diario.

El cuarto pasajero sufrió una serie de acontecimientos desafortundos que lo llevaron a usar por primera vez este servicio. Se trataba de Gonzalo Linares, un gerente de casi cuarenta años, padre soltero y quién tuvo que buscar un medio alternativo de transporte, porque su vehículo estaba en el taller y se atrasó en la mañana al dejar su hijo en el kinder.

Gonzalo vestía de traje entero, cargaba una maleta ejecutiva y sus zapatos negros acharolados encandilaron tanto al chofer del taxi que decidió detenerse para ofrecerle sus servicios. El gerente dudó, pues tenía el mandamiento personal de solamente viajar en los taxis de los rojos: los oficiales. Sin embargo, luego de escanear con la mirada a los que serían sus compañeros de viaje decidió decirse a sí mismo que sí.

Su resumen visual le indicó que el tipo que manejaba se veía agradable y su carro lucía bien cuidado,(inclusive mejor que el suyo), Doña Vera le sonríó con amabilidad, se visualizó así mismo en tiempos de colegio y cuando vio a Xiomara su motivación por subirse llegó al máximo. Gonzalo sabía que la combinación de los usuarios de cualquier taxi pirata siempre es una lotería y aquella mañana, él había tenido suerte.

Una vez que se llenó aquel Toyota Tercel del 94, Darío empezó a hacer cuentas y si seguía así en el día, podía hacer 20 mil colones, una cifra nada desagradable para su empresa que apenas empezaba a rodar. Luego de los cálculos matemáticos se fijó que todos los clientes estuvieran bien, preguntó en el radio alguna novedad acerca del operativo "antipiratas", bajó el volumen del radio, se ilusionó nuevamente al ver los ojos de Xiomara, esquivó agunos huecos, manejó con precausión y llegó a su destino con una cómoda ruta alterna menos arriesgada para sus intereses.

El piloto se detuvo satisfecho mientras el semáforo en rojo indicaba detenerse en la esquina de La Prensa Libre, el mismo edificio del Grupo Extra. Al pasar a verde, dobló a la derecha y se detuvo para concluir con su ruta. Doña Vera le dejó una bendición y dibujó una cruz en el aire de manera similar como lo hace con su familia; el liceísta casi se le va si pagar, pero le pagó con una bolsa de monedas de veinticinco y el gerente le dio las gracias, diciéndole que posiblemente trataría de encontrarlo al día siguiente. Xiomara esperó que todos se fueran para quedarse a solas con el chofer, el pirata, el piloto, el vecino y el excompañero. Ella le agradeció y le dijo que como hacía para localizarlo cuando iba tarde para el trabajo. Por suerte, como todo buen empresario, tenía en la guantera de su vehículo tarjetas de presentación que él mismo había mandado a hacer con todo y número de celular incluído.

Le dijo: "Claro mi amor, aquí está mi tarjeta... Si quiere me llama o más o menos ya sé a donde y a que hora está en la parada. En el caso suyo, lo que ocupe las 24 horas del día... bueno para cuando ocupe taxi". Ella guadó la tarjeta en el bolso, se despidió con un gesto simple con la mano y se apresuró hacia su trabajo.

Darío aceleró el carro, le puso freno al corazón, regresó con otros cuatro nuevos usuarios y logró superar la meta económica del día. Al día siguiente, en la mañana y antes de las siete se topó al liceísta en otro "pirata"; al gerente manejando su auto recién arreglado en un semáforo; a Doña Vere haciendo compras en el Más por Menos y a Xiomara... Según le cuentan los vecinos y otros amigos fue la última vez que se le vio por Hatillo. Su exnovio había regresado del Atlanta y le propuso matrimonio en la oficina. Ella aceptó gustosa, se mudó a Estado Unidos y nunca más volvió a montarse en un incómodo transporte informal de uso colectivo.

3 comentarios:

Crisálida dijo...

Me gustó esta entrada, la lectura fue entretenida. Saludos!

Unknown dijo...

Entretenida eso es cierto, se ve una clara idea de contar algo bien contado. Pero estaba un toque larguilla, aparte de eso solo debo decir que esperaré la próxima jarochada

Anónimo dijo...

Demasiada buena Jarochada!
Te quiero mucho jefe...
Desde Canada!