martes, 6 de noviembre de 2007

El fin de un sicario


Un día, alguien le dijo a Manfred Solano que la mejor forma de salir de pobre era matando gente. En aquella oportunidad, decidió ignorar la propuesta, pero guardó la tarjeta de aquel sicario de profesión que se le acercó para seducirlo.


Solano, paradójicamente estudiaba leyes y quería hacerlo caminando con la frente en alto. Sin embargo, no estaba muy complacido de la forma en que los corruptos lograban salir siempre libres y, esa idea de tomarse la justicia entre sus manos, le revoloteaba en la cabeza como si un abejón de mayo se hubiera colado por una de sus orejas.

Desde que nació, la vida lo había puesto a prueba para de moverse del lado del bien o pasarse al lado del mal, en múltiples ocasiones. Procedía de una familia de clase media y todo lo que tenía se lo había ganado con el sudor de su frente y a punta de esfuerzos en cada uno de sus veinticinco años de su existencia.

Pero una noche mientras estudiaba solo en su apartamento cercano a la Universidad, pensó en la alternativa de ganar dinero de manera rápida y se planteó una pregunta que cambió su vida: ¿Qué se sentirá ser sicario? Se convenció a sí mismo que tenía todo lo necesario: era un estudiante anónimo de leyes, era un buen conductor de motocicleta de esas montañeras (aunque ahora era dueño de un discreto scooter) y no dudaba de tener buena puntería, pues una de sus habilidades era el “buen pulso” al disparar o lanzar cualquier cosa.

Una vez decidido, buscó la tarjeta en la billetera, marcó el número de celular y empezó a timbrar la llamada que escribiría su destino. Una voz ronca le respondió y el simplemente preguntó dos cosas puntuales: ¿Qué debo hacer para empezar? ¿Cuánto me voy a ganar?

Un mes después de la llamada, Manfred despertó del olvido sus destrezas como conductor de motos, se aprendió cada una de las calles de la capital de memoria y se convirtió en el mejor tirador en un santiamén. Ya le habían asignado un arma, su compañera fría, un revolver calibre treinta y ocho, munición tipo mágnum, con la que cumpliría con sus encomiendas. La primera, por fin llegaría y por esos azares del destino, la víctima era un abogado.

Norberto Urrutia era el abogado más famoso del país. Su éxito se resumía de manera sencilla: salvaba del abismo de la cárcel o de la culpabilidad a afamados nombres del sector político o personas que lograron amasar fortunas por negocios dudosos y alucinantes. Su habilidad en los juicios sorprendía a propios y a extraños. Su candente verbo lograba confundir, su memoria prominente y conocimiento de las leyes le permitía buscar algún recoveco para salvar a sus clientes. Gracias a la obtención de su nicho de mercado, logró amasar una sorprendente fortuna, pues sus honorarios profesionales eran aumentados por debajo de la mesa con generosos dineros mal habidos.

Urrutia no era del agrado de todos, la envidia de muchos lo acompañaba como un fantasma e inclusive, cuando manejaba por las calles de la ciudad siempre le temía a los semáforos en rojo que tardaban más tiempo del usual o cuando una motocicleta se parqueaba cerca de su ventana. Su temor no era producto de la imaginación, ya que alguien había pagado para que lo mataran, mientras manejaba de regreso a su hogar. Él vivía en una lujosa casa que asemejaba más bien un palacio, más aún para un joven profesional de un cuarto de siglo de vida.

Manfred finalmente se estrenaría como sicario, tenía que quitarle la vida a un abogado de su misma edad. La ejecución sería cerca de las cinco de la tarde, en una de las esquinas en la que comúnmente viraba a la derecha, a menos de trescientos metros de su casa.

El neófito asesino asueldo recibiría un par de millones si cumplía con su cometido. Pero en esta ocasión no sería el conductor de la moto, más bien el que accionaría el gatillo. Su indumentaria incluía pasamontañas, unos guantes negros de los que se usan contra el frío y ropa casual. Igual lucía su compañero. La prenda para cubrir el rostro se la colocarían minutos antes de que iniciara la verdadera acción.

Urrutia decidió salir del bufete un cuarto para las cinco, esa tarde cambiaría la rutina; debía detenerse unos minutos para comprar una botella de vino y un queso holandés, pues a eso de las cinco y veinte llegaría a su casa una abogada que lo tenía vuelto loco.

El conductor de la motocicleta montañera tenía días de estar observando de lejos cada uno de los movimientos de Urrutia, inclusive se había parqueado a la par de su vehículo en un semáforo, la tarde del día anterior. Cada uno sabía lo que tenía que hacer y Manfred no dudaba de sus habilidades como tirador, aunque nunca había matado a nadie, aunque según él, dejaría su oficio paralelo en unos cuantos meses despúes.

Una vez vista la presa, en la esquina pactada, los sicarios encendieron el motor de los sonidos de la muerte. Estaban un poco retrasados en los tiempos, ya eran pasadas las cinco de la tarde. Ambos se pusieron la máscara y se emprendieron en contra de su víctima como dos águilas dispuestas a atacar.

No había vuelta de hoja, la decisión estaba tomada, el objetivo estaba en la mira. Manfred revisó el arma y notó que no era la misma que había dejado en la mesa en la mañana. Él la había confundido con otra idéntica con la que estaban jugando sus homólogos una especie de nueva versión renovada de “la ruleta rusa”. Un frío le congeló el cuerpo en centésimas de segundo, pues el arma definitivamente tenía menos disparos de los esperados. Decidió no decir nada y asumir el riesgo.

Norbeto Urrutia revisaba la calidad del vino que había comprado y pensaba en la mezcla de sensualidad e inteligencia de la abogada que vería en minutos. Pero su instinto de supervivencia le dio la orden de revisar el arma de segunda que había cargado hace unos días y escondía a un lado del asiento del conductor.

La conjunción entre la motocicleta montañera y el vehículo de lujo ocurrió en el semáforo que más tardaba en cambiar de rojo a verde. La moto se detuvo sigilosa y para suerte de los sicarios, Urrutia tenía la costumbre de manejar con la mano derecha y apoyar la izquierda en la ventana abierta, una fatal manía que ya había sido observada previamente.

Manfred acercó el arma a la cien de Norberto en fracciones de segundo y procedió a disparar con toda frialdad, impulsado porque sabía del historial de su colega. El arma simplemente no se disparó, el semáforo cambió a verde, los autos empezaron a pitar y un abrir y cerrar de ojos, el plan perfecto se vino al suelo.

Urrutia acudió a su arma y era la primera vez que la usaba. Disparó al aire para asustarlos. Ambos cayeron de la moto por el escalofriante estruendo. El abogado corrupto disparó al pecho del conductor de la moto hiriéndolo gravemente. Manfred aturdido en el suelo disparó de nuevo y su pistola tampoco funcionó. Urritia empezó a llenarse de valor y trató de rematar al herido, pero un ruido provocado por su colega abogado lo distrajo y cambió de blanco para su disparo mortal. Su arma de segunda le pasó la factura y se trabó en el peor de los momentos.

Aprovechando el par de segundos que la suerte le daba para sobrevivir, Manfred levantó la moto, se montó, la encendió, olvidó a su compañero empuño su arma y salió despavorido dejando una ráfaga de humo tras de sí. Lo único que le importaba era salvar su propio pellejo. Los papeles se invertían y aquel que iba a morir, ahora perseguía al sicario, quién se trataba de escabullir entre los espacios que dejaban los otros carros. Urrutia era un buen piloto y lo estaba demostrando en la persecución.

En el momento que lo tuvo más cerca y de frente, Manfred congeló el tiempo, sacó el arma, giró en su torso y disparó sin fijarse al parabrisas, era su única forma de defenderse. La única bala del arma se disparó más veloz que ninguna y partió el aire como una daga asesina.

La bala impactó profunda en el parabrisas, Urrutia movió la cabeza hacia la izquierda por puro instinto, pero la bala le chispeó en la oreja derecha, destrozándola y provocando un incontenible chorro de sangre. Del susto y el dolor se deshizo de la atención del volante y se estrelló fuertemente contra el portón de una casa. Antes de perder la conciencia notó como el airbag que le salvó la vida se teñía de rojo.

Manfred logró huir del lugar gracias a su mala puntería y aunque no cumplió con el encargo, decidió dejar el oficio de sicario para siempre. No cobró nada del dinero que le tocaba a pesar de fallar, pues no quiso ensuciarse más las manos a pesar de los guantes. Decidió quemar el pasamontañas y seguir siendo aquel estudiante anónimo de leyes, aquel que tenía que esperar y ser paciente para lograr el éxito. Después del fatídico día, a Manfred Solano desarrolló fobia a las motocicletas y hasta vendió su scooter, ya que había decidido viajar en bus por un largo tiempo para acomodarse la mente en silencio.


Norbeto Urrutia logró sobrevivir, pagó mucho dinero para reconstruirse su oreja con el mejor de los cirujanos plásticos y decidió convertirse en un abogado de bajo perfil. Nunca más aceptaría dineros de dudosa procedencia o casos de clientes de dudosa reputación, y aunque el sicario no logró su cometido, a fin de cuentas nunca supo que a pesar de todo, sí logró asesinar al más corrupto de los abogados.

1 comentario:

Unknown dijo...

Señor Jara Cubillo

Tengo que decir que, lei completo el post, una breve historia de giros de la vida, será que son cuentos de moraleja los que nos propone con este post?

En lo personal me gustaría, tomando en cuenta que todo indica que se trata de ficcoón, mas dósis de artilugios literarios, sentir más la acción, que la bala también pase a mi lado, entiendo que el narrador que todo lo ve, todo lo sabe y todo lo cuenta no se va a poner a describir como le corria la adrenalina a nuestro aprendiz de sicario, pero bueno algo podrías inventar.

Por lo demás me parece que está un poco menos extenso que el taxista del parche en el ojo.

Vamos a esperar con que nos sorprende en el siguiente post!

Saludos